miércoles, 22 de febrero de 2017

"Te amaré más allá de la muerte"



Aquellas fueron exactamente las palabras que le dijo cuando le pidió matrimonio.

Es curioso el paso del tiempo, no se detiene. Nos afanamos por medirlo, por retenerlo dentro de pequeñas esferas, los cuantificamos y aún así nunca nos es suficiente. Sabemos que avanza, conocemos sus consecuencia, el “terrible” final que nos espera y, pese a eso, nos aterroriza.

Y, después de todo, podía asegurar sin temor ninguno a equivocarse que pese a que sabía que a su contador aún le faltaba tiempo para llegar a cero; lo que más temía, aquello a lo que jamás fue capaz de enfrentarse o siquiera imaginar era estar sin ella.

Su tiempo se acababa.

Eran tantos los recuerdos que habían compartido, momentos únicos que sería capaz de repetir una y mil veces. Quizá no había sido la vida que siempre soñó; no obstante, fue la que jamás pudo desear -o siquiera imaginar- a su lado.

Recordaba cuando la vio por primera vez, pudo jurar que en aquel momento el tiempo se detuvo, un instante, fue tan irrisorio que paso desapercibido para el resto del mundo. Cuando lo conoció descubrió que el mundo no era aquel lugar podrido que pensaba, que había personas por las que merecía la pena luchar.

Cada vez que reía podía asegurar que todo se volvía un poquito mejor, el día dejaba de tener esa tonalidad gris para resplandecer de color. Brillaba, sí, era una de esas personas que son capaces de brillar con luz propia; incluso en la opacidad obscura y putrefacta del tedioso día a día.

O eso le parecía.

La primera vez que la besó fue en su tercera cita. Era una noche en la que el pueblo se había quedado sin luz, se acercó a su casa, a buscarla para hablar con ella o solo para verla; sin embargo, cuando la vio aparecer y el pálido reflejo de la luna difuminarse por su rostro le pareció estar ante una ilusión o un ángel. No pudo resistirlo y, tomándola delicadamente por la cintura, besó sus labios. Notó su cuerpo tensarse bajo sus ásperas manos y esperó un bofetón que nunca llegó.

También recordaba la primera vez que yació con ella, fue después de casarse, en aquellos tiempos era lo habitual. Recordaba la noche de lunas, su cuerpo desnudo parecía haber sido cincelado por los mejores escultores de antaño, verla así en la cama era una imagen más propia de un sueño que de la realidad. Sus manos temblaban en aquel momento, al acariciarla, temía hacerle daño.

Jamás pudo estar tan agradecido como la primera vez que le dio un hijo pensó que no se merecía aquella felicidad y que nada en el mundo podía superarla, que había llegado al culmen pero se equivocaba. Lo comprendió cuando tuvieron a su segunda hija. Después vinieron sus nietos.

Sí, afirmaba ante quien fuese necesario que cada segundo de su vida, junto a ella, había valido.

Por eso, cuando le diagnosticaron aquella enfermedad terminal su mundo se derrumbó. No podía ni iba a dejarla sola. Se lo prometió.

Y mantendría su promesa hasta el final. Hasta aquella noche en la que sabía, su débil llama se apagaría. Le había cogido la mano y se la acariciaba como si entre sus arrugados dedos tuviese una precaria pieza de porcelana; le cantaba una canción cuya letra había olvidado pero recordaba la melodía. Una súbita y apacible calma pareció invadir la estancia, tiñéndola de una lúgubre atmósfera. A los pies de la cama la vio, La Sombra de la Vida, no se parecía a cómo la habían descrito en los libros o mostrado en la películas y cuadros, tenía el rostro oculto y no portaba ninguna arma, sus manos eran étereas apenas visibles. No le tenía miedo, le esperaba. Ambos llevaban tiempo esperándola.

Ella los miró y supo, sin que él tuviera necesidad de suplicar o rogar, que no iba a poder llevarse solo a uno. El amor que los unía iba más allá de su fuerza, aquel lazo no era solo de esta vida terrenal y los reconoció nada más verlos. Para Ella el tiempo desde la última vez fue breve, ellos en cambio no la recordaban y fue toda una vida antes de que la volvieran a ver. No obstante, en ese encuentro había algo de nostálgico. Extendió su mano y ella se incorporó para cogérsela, se sentía mejor e incluso más joven; su otra mano seguía aferrada a la de él. Se giró para mirarle, con cierto temor, por si prefería quedarse, mas sonrió aliviada al verle levantado y acercándose a ella. Tal y como había dicho su amor iba más allá de la muerte y no había nada que pudiera separarlos.