miércoles, 19 de septiembre de 2018

La muerte que no fue de ella



El cielo era de un gris plomizo y la nieve se extendía como una fina capa de azúcar sobre el suelo, los árboles, las farolas y los tejados. Desde la ventana le pareció contemplar una cuidad atrapada en una bola de nieve.

Observaba también a sus vecinos moverse en silencio, apenas un gesto de saludo entre ellos, con un movimiento mecánico que les hacía parecer autómatas. Vestidos con gorros, bufandas y enromes abrigos que les llegaban hasta los pies, intentaban hacer frente al frío que sin piedad había llegado este año, cobrándose ya algunas vidas.

Sin embargo; lo que más le preocupaba no se hallaba fuera si no dentro. Donde el fuego de la chimenea chisporroteaba dándole calor a un hogar que ya no lo era. La silueta de ambas se extendía sobre la alfombra y sobre el cuerpo que allí yacía. Sus respiraciones ya se habían tranquilizado y bajado de frecuencia sus latidos a un ritmo que les permitía pensar con un poco más de claridad. La sangre seca alrededor del cráneo y el rigor mortis del cadáver no dejaban lugar a dudas de lo que había ocurrido.

El arma homicida aún se hallaba entre sus manos, aunque no sentía ni miedo ni arrepentimiento una parte de ella le hacía creer que en el momento que la soltara la policía vendrían a por ambas.

La muerte había vuelto. Vio de nuevo a la dama de negro y pensó que esta vez venía para llevársela…a diferencia de las otras veces. Anya seguía encogida sobre sí misma, en el otro lado de la habitación, asustada y aturdida tal vez, pero sobre todo aterrada. En su cabeza se repetían las escenas una y otra vez, atropelladamente sin darle tiempo a analizarlas. No sabía en qué momento exacto todo derivó en esa situación, la cual no quería ver. No, no quería. Se negaba a levantar la cabeza y enfrentarla, tenía que despertar de aquella pesadilla. Aquellos ojos que se le había quedado mirado, inertes, vacíos y sin brillo se habían clavado en lo más profundo de su ser; aunque ella aún no lo sabía, aquella mirada sin vida le acompañaría siempre.

Con dificultad comenzó a hablar, tenía la garganta seca y su voz le sonó ajena.

—¿Qué vamos hacer? — temía lo que formular aquella pregunta pudiera significar. Sabía que debían ir a la policía, había sido en defensa propia, pero, ¿cómo hacerlo y denunciarla? No podía perderla.

—Esconderemos el cadáver— respondió Roza, su voz era tranquila, serena, demasiado fría y ausente de emociones para ser la primera vez que mataba a alguien. Y aunque su primer impulso fue ir a la policía sabía que no debía. La justica, según le había demostrado, no existía. No era justa, ni ciega, ni igualitaria. Así que finalmente no le quedo más remedio que hacer lo que había hecho.

Se marcharon debido a que nadie las protegía. A ella, la persona que más quería, no eran capaces de mantenerla a salvo.

—Tenemos que ir a la policía— dijo sin ser capaz aún de levantar la cabeza.

—No lo entenderán. — No, claro que no lo entendería, ya se lo habían demostrado. Él se lo merecía, quizá no acabar exactamente así, pero Anya tampoco se merecía como le habían tratado. —Tenemos que esconder el cadáver— repitió con más dudas que antes.

—¿Y si lo encuentran? — el solo hecho de pensar que una de las dos podía acabar en la cárcel le hizo estremecerse. Levantó la cabeza asustada, buscando encontrar el rostro de su compañera.

—Pues lo esconderemos bien. Lo arrojaremos al mar, lo enterraremos en algún lugar donde no pase nadie…no lo sé— elevó ligeramente el tono de voz. Se acercó a ella y la tomó por los hombros— Pero debemos hacer algo— por primera vez parecía ser consciente de las consecuencias de su actuación y sentía miedo. Negó con la cabeza, cerró los ojos e inspiró y espiró un par de veces con la intención de serenarse. Aunque apenas necesitó unos segundos le pareció que había perdido demasiado tiempo. Sabía que la chica que se hallaba enfrente estaba asustada, tenía miedo y ella debía ser fuerte por ambas, ahora más que nunca la necesitaba. —Anya, ¿sabía alguien que venía aquí? —obtuvo una negación como respuesta — Bien, eso nos da un margen de tiempo para actuar, tardarán en echarle de menos. — empezó a cavilar tan rápido como le permitía sus volátiles pensamientos en aquel momento, incluso ella misma se sorprendió de cómo estaba reaccionando. Lo primero que le vino a la mente fue lo que hace el asesino en todas las películas policiacas que había visto: limpiar la escena del crimen. — Tenemos que limpiar la casa— después asegurarse de que nadie les ve cuando se deshacen del asesinado— Le sacaremos esta noche, cuando no haya nadie.

A Roza le hubiera encantado decir que no tenía que ayudarla, que no hacía falta que se manchase las manos, que se involucrara más pero no podía; necesitaba que le ayudaran. Y eso era lo que más le dolía.

—Anya…— le costó pronunciar su nombre, iba a continuar hablando cuando ella la silenció colocando uno de sus dedos sobre los labios de Roza.

—Tranquila— le tomó de las manos con fuerza, una fuerza que le sorprendió— Estamos juntas en esto.

Se miraron una última vez a los ojos antes de separarse y comenzar a prepararlo todo. El tiempo pasó, quizá, demasiado rápido y la noche llegó como una nota silenciosa, esparciendo las sombras por todos los rincones.

Con la seguridad de saber que, finalmente, serían descubiertas, comenzaron a limpiar. Con la alfombra envolvieron el cadáver y lo ocultaron, basándose en el tópico, con bolsas de plástico también. No necesitaron hablar para saber lo que debían hacer, en silencio se pusieron de acuerdo. Se conocían demasiado bien para saber lo que pensaba la otra sin necesidad de palabras y en esa ocasión no les quedaba más remedio que hacerlo así. Con demasiada sangre fría o quizá era el hecho de estar trabajando en cubrir sus huellas, lo que mantenía sus mentes lo suficientemente ocupadas como para no sentir remordimiento por lo que hacía: eliminaron la sangre y cualquier resto que pudiera delatar su presencia en esa casa.

Sus pasos se confundían con los sonidos de la noche y sus siluetas formaban parte de la penumbra, convirtiéndose ellas en una extensión de sus propias sombras. Salieron y arrancaron el coche cuando el sueño era más profundo en sus vecinos. Condujeron más allá de las casas, de las montañas, a lo más profundo del bosque donde las pesadillas cobraban vida y la luz de la luna apenas rozaba el suelo. Roza cavó todo lo que pudo, hasta silenciar su conciencia, hasta que el sudor le hizo resbalar la pala de las manos y hasta que los dedos comenzaron a sangrarle. Anya arrojó el cuerpo y entre ambas le enterraron.

Allí le dejaron. En un lugar inexacto, perdido, condenado y olvidado. No pensaban salir impunes, de delitos así no se puede y pese a saberlo no tenían miedo. Ninguna de las dos volvería a tenerlo.

Pocos días después decidieron marcharse de allí, no por huir, ¿de qué serviría? Sin embargo, no podía seguir viviendo en el mismo sitio en que habían sentenciado sus almas. Aunque en algún momento de sus vidas aquel secreto podía acabar con ellas, mantenía la esperanza, irrisoria, de que no fuese así. Decidieron continuar aferrándose a esa posibilidad que habían ideado ellas mismas y que, de algún modo, les evitaba condenarse a sí mismas.

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